domingo, 24 de diciembre de 2017

Esquís, cortes de res y sol (y poca gente) en Chapelco, Argentina - TURISMO

 Por NELL MCSHANE WULFHARTpara New York Times
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Mientras lográbamos salir del aeropuerto y nos subíamos al autobús que nos llevaría hasta el centro vacacional, estábamos rodeados de brasileños y argentinos. Esto es, en parte, el atractivo de ir a esquiar a Suramérica: la experiencia es la de un mundo ligeramente al revés. No se escucha el parloteo en inglés y julio y agosto son los mejores meses para la nieve.
Estuve ahí a finales del verano de América del Norte, con mi pareja, Alan, y un amigo argentino, Adrián, para explorar el centro vacacional de deportes de montaña de Chapelco, ubicado en los Andes, cerca de la frontera chilena en la Patagonia.
Adrián, un fanático de la tabla para esquiar que vive en Canadá, pero viene a Chapelco con regularidad, por lo general durante una semana o más cada vez, promueve sus virtudes sobre otros centros de este tipo en Argentina.
“Es el área para esquiar más grande que viene acompañada con la experiencia de un pueblo local. Catedral es inmenso y Las Leñas no está tan bien organizado. El resto son mucho más pequeños”.
Hasta ahora, Chapelco es uno de los centros vacacionales menos visitados de Argentina, pero quizá eso esté a punto de cambiar. En agosto de 2017, el centro recibió una cantidad histórica de visitantes —7012 en un solo día— y está construyendo su propio hospedaje, con servicio para esquiar de entrada por salida.
El turismo está en boga, pero las pendientes no están llenas de gente y Federico López Jallaguier, el gerente de mercadotecnia del centro vacacional, me dijo que “Chapelco es el centro de esquí y surf en nieve que ha recibido la mayor inversión en los últimos diez años. Es el centro con la mayor renovación en Argentina en lo que respecta al teleférico, así como la forma en que se maneja y prepara la nieve”.

El restaurante Cala en San Martín de los Andes CreditVíctor Ruiz Caballero para The New York Times

El centro vacacional está actualizado y es moderno pero el pueblo más cercano, San Martín de los Andes, está lleno de atractivos turísticos y es muy antiguo. El asentamiento al lado del lago tiene un aire europeo, con cabañas de madera cuyos techos de pronunciados ángulos apuntan al cielo y una calle principal con tiendas de chocolate y pequeñas cafeterías. Sin embargo, en vez de glühwein hay malbec, y el fondue se ve remplazado por rondas de queso provolone asado sobre el fuego.
Aquí se dan cita las familias, no solo de Argentina y Brasil, sino también de Chile (el hombre que nos rentó las botas y los esquís me dijo que casi nunca ve a gente de América del Norte), porque la atmósfera hogareña es más amigable con los niños y en general que la atmósfera de la fiesta nocturna y los solteros de Bariloche, una ciudad alpina mucho más grande que se encuentra a unas cuantas horas al sur.
Aunque por lo general se puede ver a una que otra estrella de la televisión argentina en las pendientes, es mucho más común ver a un adulto con sus hijos en la montaña o esperando para abordar el teleférico.
Llegamos de día, listos para ir a la montaña, pero nos registramos en el apartamento que reservamos para hospedarnos. Hay muchos alojamientos de ese tipo en San Martín y funcionan bien para grupos (sus pequeñas salas y cocinas son mucho más espaciosas que las habitaciones de un hotel tradicional). El nuestro era una acogedora cabaña de madera de dos recámaras que incluyó un desayuno rico en carbohidratos y azúcares de pan con mermelada y medialunas.
Después de desempacar, nos dirigimos a Piscis, la meca de la carne asada en cuya ventana se veían varios corderos en el asador, cada uno extendido en dos barras cruzadas e inclinado sobre la hoguera.
Un menú de trucha y venado resaltó los ingredientes tradicionales de la Patagonia; agregamos un par de botellas de vino local y a las 23:00, apareció un hombre que comenzó a interpretar tangos con su acordeón; con toda seguridad, el espectáculo era para los turistas, porque el tango es un ritmo citadino, no patagónico, pero los brasileños presentes en el restaurante gritaron con regocijo.

En los teleféricos de Chapelco CreditVíctor Ruiz Caballero para The New York Times

A la mañana siguiente nos apiñamos en el automóvil que habíamos rentado para hacer el corto recorrido hasta Chapelco. El lugar se encuentra a 17 kilómetros del pueblo, en una agradable carretera montaña arriba que sigue la curvatura del majestuoso lago Lácar enmarcado por la montaña, y acaba con poco menos de cinco kilómetros de caminos rústicos.
El cielo era de un azul intenso y cuando nos subimos al teleférico, se convirtió en el fondo perfecto para la nieve esparcida a lo largo de los Andes como las franjas de un tigre. Durante la mayoría de nuestro viaje estuvo soleado. Una tarde, miré hacia abajo del teleférico y vi a un hombre con todo el equipo y los esquís puestos, pero plantado firmemente en la nieve, acostado boca arriba con las manos detrás de la cabeza asoleándose a media bajada.
Las pendientes de las pistas de Chapelco son de todos los tipos: hay bastantes áreas de práctica, algunas pistas de rango medio que son un reto y los diamantes negros, que complacen a los adictos a la adrenalina, ubicados a unos 1981 metros por encima del nivel del mar y se extienden a lo largo de 1618 hectáreas.

Los límites de las zonas donde terminan las pistas no están fuertemente reforzados y hay huellas por todas partes de las tablas para esquiar que cortan la nieve virgen como si fuera agua. Los bosques son las mejores zonas para esquiar de los centros argentinos porque los árboles están muy bien ubicados, y de vez en cuando pasa un surfista sobre nieve haciendo virajes por todas partes.
En mi caso, esquié las pendientes para principiantes unas cuantas veces para calentar y luego me dirigí hacia la pista roja (Argentina usa el sistema europeo de clasificación; en Estados Unidos sería azul), haciendo una pausa para tomar fotos del lago más abajo y el volcán Lanín en la distancia; esa vista hizo que me costara trabajo ver hacia dónde me dirigía cuando me enfrentaba a un tramo difícil.
En algún momento, casi choco contra un árbol. Con la cara enrojecida, arrastrada por el viento y lista para aminorar la velocidad, bajé por el camino, una carretera de servicio de 5,3 kilómetros que se convierte en una travesía larga y tranquila por los árboles hasta los pies de una montaña, entrecruzando pistas marcadas, a medida que va ondeando cuesta abajo. Puede estar lleno de principiantes, pero es una bajada fabulosamente lenta que te permite disfrutar la vista y hace que llegues con todos tus huesos y equipos intactos.
Como a las cinco de la tarde volvimos al auto y condujimos durante unas tres horas y media para comer un corte de carne. Tal vez piensen que es demasiado, pero se equivocan y no hay ni una sola persona en Argentina que les diría algo así. Nuestra meta era El Boliche de Alberto, una parrillada en la que los cortes asados en el fuego tienen una fama bien merecida —dos años antes probé uno y no dejé en paz a Alan ni a Adrián hasta que aceptaron visitar el lugar—.
El restaurante está en Bariloche y el camino al sur desde San Martín pasa por una serie de siete lagos que son algunos de los paisajes más impresionantes de la Patagonia. El sol se estaba poniendo mientras íbamos en camino, pero los lagos —rodeados de pinos y coigües, y enclavados en las montañas— nos dejaban con la boca abierta por su belleza, incluso con esa luz tenue.

Esquiando en Chapelco CreditVíctor Ruiz Caballero para The New York Times

En nuestro destino, lleno de gente y cálido por la enorme hoguera, tomamos unos cuchillos pesados, de mango de madera y los hincamos en un ojo de bife con una crujiente orilla de grasa y cocinado a la perfección tal como lo queríamos, sellado.

La cena en Argentina es un proceso que se toma con calma y no volvimos a la carretera sino hasta la una de la mañana. No había un solo auto en el camino, que estaba cubierto de una ligera capa de nieve fresca. Dimos la vuelta en las curvas oscuras con las luces de carretera; yo estaba sentada en el asiento trasero debajo de los abrigos que habían dejado los demás, la calefacción de nuestro Chevrolet Corsa no pasaba los asientos frontales.

No había recepción entre estos pueblos alpinos y los lagos estaban escondidos bajo la neblina; así que solo éramos nosotros tres y la nieve y uno que otro zorro corriendo como un rayo frente a los faros.

El resultado de nuestra excursión de medianoche fue evidente cuando nos estacionamos en el centro vacacional a la mañana siguiente. Observamos un neumático desinflado, que había perdido su forma por un rin que se había dañado a causa de un bache. Después de esquiar durante el día, nos dirigimos con sumo cuidado al pueblo en el auto, hasta un pequeño taller mecánico, donde un hombre que ya pasaba de 70 años le devolvió la forma al rin con un martillo y nos cobró 80 pesos, que fue la mejor ganga del viaje.

La inflación de Argentina, un problema constante, hacía que un dólar valiera unos 17 pesos cuando estuvimos ahí. Argentina no es un país barato, pero el tipo de cambio nos ayudó a mantener los costos bajos. Además, para los visitantes extranjeros, hay una nueva regla: los turistas no pagan el IVA de 21 por ciento en los hoteles si usan una tarjeta de crédito que no se haya emitido en el país, lo cual es un incentivo adicional.

Los esquiadores y surfistas expertos pueden disfrutar los caminos que bajan del Cerro Escalonado, el punto más elevado del centro invernal, muy por encima de la línea de árboles. Las vistas de la cima están compuestas de peñascos, cuencas pronunciadas y nieve prístina, quizá en el futuro Chapelco desarrolle estas áreas, pero por ahora permanecen intactas.

Desde ahí, al día siguiente, bajamos a toda velocidad por un eslalon desprovisto de árboles lleno de surfistas de nieve hasta la travesía baja. Esta pista clasificada como azul, con una extensión de 965 metros, serpentea hacia el este por una pendiente pronunciada sin la protección de los árboles, pero a cambio ofrece vistas increíbles. Termina con una pendiente muy marcada que te lleva hasta la Pradera del Puma, un parador. Colocamos nuestros esquís y tabla de nieve junto a todos los demás y entramos para probar los tazones con papas campesinas asadas y una sopa de lentejas bastante sustanciosa con trozos de carne, después nos sentamos en las mesas al aire libre. El sol brillaba, se podía escuchar a James Brown en los altoparlantes y compartimos un par de cervezas Corona, por el solo gusto de estar ahí.

La pista final del viaje fue de vuelta por la bajada del amable camino, en el que nos mantuvimos lo más que pudimos antes de unirnos a la multitud que llenaba las mesas al aire libre en la base para tomar un último vaso de Indian Pale Ale de la Patagonia en una gastroneta.

Lo que sucede aquí después de esquiar no es la escena estridente y que dura horas de los centros de esquí de Europa —el centro cierra a las cinco y a las seis se vacía de manera casi instantánea, ya que todos regresan al pueblo para darse un baño y descansar antes de la cena—.

Hicimos lo mismo y nos dirigimos a Cala, una alegre pizzería de techo de madera repleta de porteños (como se conoce a los residentes de Buenos Aires) amantes de la nieve y lugareños, que tomaban tarros de cerveza y devoraban las fabulosas empanadas.

En Argentina, sigue viva la tradición de indicar el relleno de la empanada al cerrarla con un patrón específico: ordenamos de espinacas y queso, y carne molida, y después una abundante pizza de pepperoni y tomates frescos que no pudimos terminar de comer.

Si han pasado tiempo en Buenos Aires, donde los lugareños tienen los niveles de ansiedad de un neoyorquino y son casi igual de fríos, quedarán tan sorprendidos como yo de ver a estos porteños riendo y bebiendo, totalmente relajados. Quizá fuera el aire alpino, la energía que se consume en las pendientes, la belleza natural del área o la cerveza, pero el pueblo y la montaña hicieron milagros.

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